LAS SEIS DE LA SUIZA.

LA CONJURA DE MONTESQUIEU.

“La prisión no tiene razón de ser”.

Las prisiones. Kropotkin.

El 18 de julio es una fecha de infausta memoria. Ese día de 1936 un complot de generales fascistas fracasó en su intento de dar un golpe de estado contra la Segunda República y desencadenó la más trágica y sangrienta guerra que haya tenido lugar en este país. Tras un genocidio continuado y cargado de masacres impondrían una larga dictadura. Ya desde el principio, en los territorios donde triunfaron prohibieron toda organización política y reprimieron fuertemente, mediante cárcel y ejecuciones, el ejercicio de los derechos sindicales, conquistados por la clase obrera con mucho sufrimiento a lo largo de décadas.

No es de extrañar que se haya elegido este señalado día para reivindicar y exigir la absolución y la anulación de todos los cargos a las seis compañeras de La Suiza, condenadas a más de 125.000 euros de multa y tres años y medio de cárcel correspondientes a dos delitos, solo por el hecho de haber ejercido su derecho constitucional a hacer sindicalismo. La criminalización de este derecho, unida al fuerte ascenso de los nuevos fascismos en Europa, conduce, inevitablemente, a la situación descrita en el párrafo anterior.

Cuando en la primera mitad del siglo XVIII el Barón de Montesquieu establece la división de poderes en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, lo que hace es institucionalizar al Gobierno para que se perpetúe frente al pueblo gobierne quien gobierne, frente a la debilidad de las monarquías absolutas, dependientes de los caprichos de un solo individuo y que, como se verá poco más tarde, pueden ser derrocadas y el rey guillotinado, o de las que el pueblo se puede independizar como sucedió con las trece colonias británicas de Norteamérica.

Lo que Montesquieu quiere es que se mantenga el complot contra el pueblo, lo que Graco Babeuf definirá más tarde como “la conspiración de unos pocos contra muchos”. Teme al pueblo, y así lo hace saber en el capítulo de El espíritu de las leyes titulado “De la corrupción de los principios de los tres gobiernos”, donde habla de no confundir “libertad” con “libertinaje” (curiosamente esta frase era fundamental en la escuela franquista, base de la asignatura “Formación del Espíritu Nacional”) y cuando habla de “libertinaje” se refiere a la búsqueda del pueblo de la igualdad absoluta, a la que critica así: “El pueblo entonces, no pudiendo sufrir el poder que él mismo ha confiado, quiere hacerlo todo por sí mismo, y quiere deliberar por el senado, ejecutar por los magistrados y despojar de sus atribuciones a los jueces”. Y concluye su reflexión con una apología del patriarcado: “El libertinaje es el ídolo de todos. Y la obligación de mandar se hace tan insoportable como la de obedecer. Las mujeres, los hijos y los esclavos no respetan a persona alguna”. El tremendo cinismo del Barón de Montesquieu sigue hoy vigente en los tres poderes.

Nunca, jamás, ningún poder ha representado la voluntad del pueblo, se haya alcanzado por votación, aclamación, imposición o designación. La voluntad del pueblo es soberana e intransferible. El poder, absolutamente todo poder, beneficia y atiende solo a los intereses de quienes lo ejercen. La judicatura no es una excepción. La propaganda política habla de nuestro sistema judicial como de uno de los más garantistas que existen (¿para quién?); en el que predomina claramente la “presunción de inocencia” (¿de quién?) y en el que la institución jurídica del “Habeas Corpus” permite preservar nuestros derechos frente a cualquier ordalía o presunción de culpabilidad (cualquier investigación judicial parte de esta presunción, se inicia siempre por unos supuestos indicios de delito). El concepto de culpable, ya nos advierte Kropotkin, es arbitrario y no tiene ningún sentido. Si nos ceñimos a los hechos podemos comprobar, con datos oficiales, que, en España, con 47 millones de habitantes, 47.000 personas sufren presidio, mientras que en Alemania, con 84 millones y una tasa de criminalidad reconocida que duplica la nuestra, solo hay 56.000 personas internadas en sus cárceles. Con una legislación que se ensaña en recortar derechos de un tiempo a esta parte, cualquier persona está expuesta a terminar en un centro penitenciario fácilmente, ya sea por una infracción involuntaria de tráfico, por utilizar la libertad de expresión bajo la “Ley Mordaza” o por, como en el caso que nos ocupa, ejercer los derechos sindicales. La judicatura vive de la ejecución de condenas, sin cárceles poco sentido tendría esta institución. Todo nuestro sistema social se basa en la represión y esta se está endureciendo cada vez más con el apoyo de masas idiotizadas por un discurso fascista, sin darse cuenta que esa represión les llegará también a ellas. Con la criminalización de emigrantes y cada vez más personas en el umbral de la pobreza, la creación de 12 nuevos centros penitenciarios, que ya están en marcha, y la convocatoria de 35.000 nuevas plazas para policía y guardia civil, se está creando un estado policial sin precedentes desde los tiempos de la dictadura.

La misma judicatura se ocupa también de dominar el sistema penitenciario mediante jueces de vigilancia, así, en el traslado del juzgado a la cárcel, pretende controlar y castigar las conductas sociales que condena en el mismo proceso. Foucault en Vigilar y castigar lo define así: “Se ha visto que la prisión trasformaba, en la justicia penal, el procedimiento punitivo en técnica penitenciaria; en cuanto al archipiélago carcelario, transporta esta técnica de institución penal al cuerpo social entero”. En este sentido el poder judicial es aún más represivo que el legislativo sin haber sido votado por la ciudadanía.

Concluye así Foucault su discurso sobre las cárceles: “En esta humanidad central y centralizada, efecto e instrumento de relaciones de poder complejas, cuerpos y fuerzas sometidos por dispositivos de «encarcelamiento» múltiples, objetos para discursos que son ellos mismos elementos de esta estrategia, hay que oír el estruendo de la batalla”.

El sindicalismo ha sido el principal instrumento de la clase trabajadora en su lucha contra el poder represivo, para la conquista de derechos y libertades, desde el siglo XIX. Por eso es tan temido por los poderosos. Que el Tribunal Supremo haya ratificado la condena a las seis compañeras de La Suiza crea una jurisprudencia muy peligrosa que pretende generar pánico entre las obreras en su reivindicación de derechos frente a la patronal. Se trata de proteger los privilegios de la clase explotadora frente a cualquier atisbo de crítica por parte de los explotados. Es algo propio de los regímenes fascistas.

¡Absolución y anulación de todos los cargos para las seis de La Suiza!

Hacer sindicalismo no es delito.

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